De lejos se oía el eco de las lechuzas en la noche. Daba un poco de respeto caminar por allí, a esas horas. Además, la lluvia no remitía, aunque caía débilmente.
Al señor no le importaba caminar mojándose, entre otras cosas porque llevaba un bulto en cada brazo. No paraban de pasar coches por la angosta carretera comarcal, aunque los que conducían parece ser que no le conocían. De otra forma, alguien habría parado para ayudarle con las bolsas y acercarle al pueblo. Pero no hubo ocasión de ello.
El hombre se quejaba de que nadie parase para ayudarle. Cada paquete que llevaba podría pesar unos tres kilos.
El pobre hombre se fijaba en las lumbres que se reflejaban en los cristales de las pequeñas casas por las que pasaba. Enseguida le venía a su cabeza lo lejos que aún quedaba su morada.
- ¿Puedo ayudarle, buen hombre? -preguntó el desconocido desde la ventanilla de su coche-.
- Se lo agradecería, señor -dijo el señor-.
- ¿De dónde viene? -dijo el conductor del automóvil-.
- Vengo del mercado. Salí tarde de casa y me ha sorprendido la noche -dijo el señor-.
Teresa Ribello.
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Cuando Pip llegó a su casa, su hermana, la señora Joe le preguntó que dónde había estado. Él le contestó que había ido a escuchar cánticos de Navidad.
Joe le indicó a Pip, cruzando los dos índices, que la señora Joe estaba de mal humor, cosa que era muy normal en ella.
La comida fue magnífica. Consistió en pierna de cerdo, un par de gallos asados, pastel de carne y pudding.
La señora Joe puso nuevas cortinas blancas y quitó de todos los objetos de la sala las fundas que llevaban puestos todos los días del año.
Joe y Pip iban a la iglesia. La señora Joe, como tenía mucho trabajo iba de manera representada en ellos dos.
Hoy comerían en la casa el señor Wopsle, el sacristán de la iglesia, el señor Hubble, el carretero y su esposa y el tío Pumblechook, un rico tratante de granos.
Su hermana le dijo a Pip, en la mesa, que debía ser agradecido - ¿No lo oyes?.
El señor Pumblechook le dijo que tenía que ser agradecido con las personas que le habían criado a mano.
La señora Hubble le miró tristemente, meneando la cabeza y le dijo que de mayor no sería bueno.
El único que le ayudaba era Joe, que le daba salsa para comer.
Teresa Ribello.
GG.EE., Charles Dickens
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