Fue un domingo estupendo. No hubo tiempo para aburrirse. La reunión de personas cada vez más dispuesta a pasarlo bien. Yo lo puedo decir como testigo y no el único.
En torno a las seis de la tarde ya estaba todo preparado para la fiesta. Aunque era un día de intenso calor, contra eso no se podía hacer nada, pues era el día de su cumpleaños, se pasó genial.
El sitio, que estaba reservado para nosotros desde hacía algunas semanas no podía ser mejor. Situado en lo alto de un monte, desde allí se podía apreciar bastante bien la costa y toda la ciudad.
Miguel, nuestro padre, a pesar de su edad, no se encontraba muy mal de salud. Se le veía erguido, hablando con unos y con otros y soplando las velas como un chaval.
Cuando llegó la hora de desenvolver los regalos, se puso de tal modo que hasta hubo que calmarle los nervios.
Hubo un obsequio que le gustó especialmente.
- ¿Qué es esto? -preguntó mi padre-.
- Es un cuadro de la abuela, para que la tengas más cerca de ti -dijo su nieto-.
Entonces, mi padre no pudo contenerse y rompió a llorar.
Teresa Ribello.
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